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Santiago, 1973

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La casa nórdica de Aguas Villavicencio se hizo cada vez más chica y por último tuvo el tamaño que tiene en las etiquetas de un agua mineral muy popular en la Argentina. Estaba cruzando la Cordillera de los Andes. Era mi primer viaje fuera del país. En la estación de trasbordo de Mendoza sentí que me adentraba en el Lejano Oeste. No sabía que allá, del otro lado de la Cordillera, un poeta me hablaría de la Araucaria, de “la Frontera”, de nieve y casas de madera, como de una especie de Far West. Era  el verano del ’73 y me vi de golpe rodeado de nieves eternas, de viento y de frío. Detrás de esa imponente eternidad que literalmente quitaba el aire, me encontraría seguramente con una ciudad colonial americana, pero ahora estaba a punto de encontrarme con Napoleón en los Alpes. Con San Martín o simplemente con esa atronadora nada blanca. No era siquiera el Yukón. No había vida allá. Sólo eternidad. Del otro lado, en efecto, apareció una ciudad aún colonial. Pero antes apareció un pra